Siempre albergaré ese sentimiento
entre el deseo y el vértigo
cada vez que pienso
en mi pueblo e infancia.
Amor, indignación y rabia
acrecentada cuando transito
por los senderos y me extravío
entre los Olivos, versos erguidos
por todas partes, silenciosos
y testigos presentes
desde eras remotas.
Árboles que pintaron
el paisaje de mi niñez,
manifestándose como un hechizo
que me ancla a la tierra.
Mis ojos cautivados
por las estaciones del campo,
y por esas historias que nadie cuenta,
que año tras año se despliegan
entre las ramas de madera.
Leyendas en los troncos viejos,
ahuecados, tan agrietados
como las marcas de quienes los amaron
que sufren, persisten y aun resuenan.
Pero de su fruto emana el sudor
de los que, con tenacidad en su labor,
fueron atrapados, como el barro,
entre las raíces de la memoria.
Manos curtidas con jeroglíficas
cicatrices que nos cuentan
los capítulos tallados
en las palmas de las manos
como si fueran palabras.
Inscripciones en la roca,
como eco en la caverna,
de lo que fue un nuevo intento
de sobrevivir al invierno.
Tradición que vive en cada gota extirpada,
amor que muere en las venas,
pasos hacia la esperanza.
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