Echo de menos el brasero en invierno,
el olor a zapatilla chamuscada
y ver el gesto serio de mi madre enojada.
Jugar en la acera con los amigos
y tener los nombres olvidados,
llamarnos por los apodos,
volver a casa con alguna herida
y con la ropa teñida
con los colores del barro.
Echo de menos mis botas de agua,
cantar en la escuela:
¡qué llueva, que llueva¡
Salir al recreo y saltar por los charcos.
Volver a casa cuando resuena la sirena.
Perseguir grillos por el campo
o sentarme al borde de la era
en el trono de mi reino imaginario.
En las tardes de verano
acabar las tareas de clase,
ir a las casas de tus amigos
y salir corriendo sin rumbo,
hasta la entrada de la noche
Decir donde ibas no era necesario,
sabías que ya no eran horas
cuando resonaba la voz de tu madre
por encima del campanario.
Jugar con piedras y palos
e imaginarnos tener poderosos
artilujios entre las manos.
Afrontar aventuras que solo
en la mente teníamos.
Ser valientes guerreros,
inmortales en cada batalla.
O despiadados piratas
escribiendo grandes hazañas.
Pero el desafio más grande,
de los que pocos vuelven,
era pisarle el piso mojado
al monstruo del castillo encantado.
Estos recuerdos no yacen
bajo candado ni llaves.
Reposan en mi cofre dorado
junto al amor y besos
de mis padres.
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