Era una tarde serena
de primavera
cuando la Muerte
vino a buscarte
y en silencio,
la llevé ante ti.
Caminabas por nuestro jardín,
con los pies desnudos,
vestida con esa sonrisa eterna,
acariciando con dulzura
la paz de nuestra tierra.
Le mostré a la Muerte
tus manos blancas,
tus labios rosas carmesí.
Y de los pétalos reflejados
en tus mejillas de seda.
Le mostré cómo las
margaritas saludan a tu paso,
y las alegres camelias
danzan en tu negro pelo.
Le mostré tus ojos,
espejos de un manantial profundo.
De tu corazón inocente,
lleno de vida
y de amor sincero.
Le hablé de nuestros besos,
de las caricias de tu piel.
Le mostré a la Muerte como
las rosas, lirios y jazmines,
fragancias y colores,
cobran vida con tu presencia
y te cantan los ruiseñores.
Le mostré a la Muerte
que en mi jardín, tu eras
la joya más bella
que hizo que cada
rincón de mi corazón
floreciera.
Pero llegó el momento
de decirnos adiós,
y entonces comprendí
aquella tarde serena
de primavera
cuando la Muerte vino a buscarte,
Cuál sería el precio
de amarte.
Perdóname, una despedida
no me dejó darte.
A cambio de tu vida,
la mía, en ofrenda,
le concedí.
Muy romántico, desde luego estaba enamorado de su amada, lamentando no tenerla tras la muerte, aunque dejándola en un pedestal porque su amada era la joya de su jardín, de su vida y de su tofo (R)
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