sábado, 18 de noviembre de 2023

La casa del columpio.




 Paul había estado inquieto durante toda la mañana, se levantaba repetidamente, acomodaba la leña en la chimenea y miraba recelosamente hacia la ventana. Allí estaba Marie, hasta no hace mucho su esposa, que permanecía en silencio, de pie y silenciosa desde las primeras horas del día. 

El aroma en la cabaña evocaba recuerdos y emociones pasadas; el humo dulce de la chimenea se entremezclaba con una fragancia cálida y familiar junto a los olores de una vieja lata ennegrecida que contenía un puñado de castañas crepitando lentamente al fuego, acentuando la atmósfera tranquila, pero tensa de la habitación,

La vida de Marie, en las útlimas semanas, se había convertido en una rutina repetitiva y monótona, se levantaba muy temprano, antes de las primeras luces del alba, encendía la hoguera, calentaba un poco de agua y se dirigía con su taza de té hacia la ventana, envuelta en el silencio y sin pronunciar palabra. Pareciera mirar hacia el horizonte, pero Paul sabía que solo observaba el columpio, un regalo hecho a mano de su abuelo, de quien heredó la cabaña años atrás, y Marie solo clavaba su mirada hacia  su hija Clara, que pasaba las horas bajo aquel viejo olmo, hasta bien entrada la tarde, al igual que lo había hecho ella cuando era pequeña.

Aunque el tiempo era templado, aún quedaban rastros de nieve entre las copas de los árboles y en el tejado de la casa, precepitándose de vez en cuando hacia la tierra. Marie apenas tocaba su té mientras, en el columpio, su hija Clara permanecía inmóvil, cabizbaja y mirando fijamente el suelo, sentada con su blusa y falda de vivas flores y colores, a veces, movía sus zapatos que flotaban en el aire como queriendo caminar sobre la hierba mientras agarraba fuertemente las cuerdas del columpio con sus pequeñas manos blancas como la nieve que la rodeaba.

La bruma iba desapareciendo cuando Paul, en uno de sus interminables viajes hacia la chimenea, derribó al suelo una de las tenazas que estaban apoyadas junto a la pared de piedra, golpeando el suelo de madera y en la tranquila casa sonó como el eco seco de un redoble lejano. Con cara preocupación miró hacia Marie, pero esta seguía sin inmutarse, como si nada que ocurriera en el interior de aquella vieja cabaña pudiera apartarla de su quietud y tristeza, y no apartó la vista de la ventana. 

Paul se acercó lentamente, procurando no hacer ruido, hacia su antigua compañera, se detuvo a apenas un palmo tras  ella y se percató de que el té en su taza estaba intacto y frío.

El rostro de Paul era un reflejo de la culpa, quería hablar con Marie de tantas cosas pero simplemente se limitó a esperar callado. Al cabo de un rato, con voz baja pero amable, se dirigió a ella: 

-"Veo que hoy has puesto castañas al fuego, los dos sabemos que le entusiasman... ¿crees que con ese truco animarás a Clara para que entre en la casa?"

Marie apartó la mano gélida que Paul había depositado sobre su hombro: "Clara está perdida y piensa que la he abandonado".

-"Aún recuerdo las navidades pasadas", (prosiguió Paul), "los tres sentados junto al fuego, cuando nos contabas historias de estos bosques y tu abuelo  hasta altas horas de la noche y nos quedábamos dormidos en el suelo de madera. Éramos... una familia afortunada."

Marie respiraba profundamente y simplemente permanecía inmóvil, guardando silencio, como si Paul no estuviera en la habitación.

Pasaron minutos y Paul suspiró, y si pudiera llorar en ese momento, lo hubiera hecho, y simplemente preguntó con voz apacible:

- “¿Cuándo crees que Clara estará preparada para volver?"

Marie, por un momento, salió de su estado de trance, giró levemente la mirada hacia Paul, y sin dejar de vigilar el columpio, contestó fríamente, reteniendo con dificultad sus lágrimas:

- "Aún sigo siendo su madre y no puedo guiar a mi hija hacia su propia casa, debe ser ella sola quien recuerde lo que pasó la noche del accidente en coche, que tú y ella moristeis en la ambulancia, camino del hospital...y solo así su espíritu podrá descansar".




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