Te sentaré sobre mi regazo
con ternura,
acariciando tu mano con mi mano,
sintiendo de cerca nuestros corazones,
rodeando de cerca tu cintura,
y te contaré, una y otra vez, esa historia
donde el sol se enamora de la luna.
Te sentaré sobre mi regazo
con ternura,
acariciando tu mano con mi mano,
sintiendo de cerca nuestros corazones,
rodeando de cerca tu cintura,
y te contaré, una y otra vez, esa historia
donde el sol se enamora de la luna.
Te soñé,
en una noche fría,
de esas noches mías,
donde cuento una a una
las estrellas del cielo
le hablo del amor,
de ti,
de mí,
a la luna llena.
Te soñé,
en una noche fría,
de esas noches sin nubes
donde los enamorados
se cubren tras el velo
de alguna esquina oscura.
Te
soñé,
en una noche fría,
de esas noches que tus ojos
tanto brillan,
donde descubro el calor de tus besos,
yo en tus labios
y tú en los míos.
Te
soñé,
en una noche fría,
de esas donde mías,
donde tu amor,
en silencio,
me envuelve y me abriga
y yo en tu silencio,
me refugiaba enamorado.
Te
soñé,
quizás, tan solo sean
sombras del pasado.
Abandonando una suave brisa,
partí sin mirar atrás, poco a poco,
alejándome de la cálida orilla,
caminando hacia las rocas
donde la furia del mar
celebra y entierra su ira.
De pie, solitario,
en la última roca me arrodillo,
me lamento al cielo:
De qué sirve gritar
en el mismísimo infierno
si el rugido del mar
me convierte en silencio.
La roca, a la mar amedrenta,
y ante ella deposita lentamente
lo que otrora fue su vida.
No pude ahogar a mi corazón
sin verlo naufragar primero.
Y donde el mar a la roca teme y olvida,
fui a entregar la mía.
Refugiarte entre mis brazos,
mi deseo
que no alcanzo.
¡Y duele tanto¡
El hueco en mi pecho,
un grito sordo
de desespero.
Anhelo,
sin recompensa
ni eco,
Me aterra
el deseo,
una acaricia de tu mano,
un sueño,
al viento
sin destino
ni dueño.
De mi boca un te quiero,
esperando
tu reflejo
en el sendero.
Soy un esclavo,
aletargado
en un rincón
del tiempo.
En el salón de nuestra casa
reposaba una mesa modesta,
en el mismo centro del salón,
custodiada por sillas de madera
en el frío comedor.
Nunca nos sentimos pobres
hasta la presumida mesa
alardeaba, la muy coqueta,
de un vetusto y solitario jarrón.
Nunca le faltó halagos ni cariño,
colmada siempre con bellas flores,
depositadas con llana elegancia,
recogidas del campo
y regadas con amor.
En las frías noches del invierno,
la cubríamos con el viejo faldón,
desenterrábamos del trastero
un ennegrcido brasero
que avivámamos
con un puñado de picón.
Nuestros pies danzaban
felices alrededor.
Las ascuas menguaban,
anunciando de la hora,
y cada alma,
en silencio por su lado,
se retiraban hacia su cama,
cobijándose bajo el abrazo
de una gruesa manta.
Nunca pasé frío en mi casa
cuando nuestra madre,
desde el silencio,
nos custodiaba
y en la frente,
un beso buenas noches nos daba.